
Si lograba envilecer a Dios, el demonio ya no sería un pecador porque el bien y el mal no existirían. Bastaba un solo y único pecado venial de la Santísima Trinidad para que la línea divisoria entre el bien y el mal se desdibujase para siempre, para que pudiera afirmar que, en realidad, nunca había existido. Porque la santidad de Dios era la garante de esa división. Si Dios pecaba, una sola vez durante toda la eternidad, Dios ya no sería Dios. Ya no habría garante alguno de esa distinción, ni garante, ni fundamento.
La propia inteligencia del demonio le decía que tal empresa era imposible, pero su propio deseo le llevó a deformar sus propios pensamientos. Había que intentar lo imposible.
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